martes, 29 de diciembre de 2009
UN POEMA DE "EL CIELO" (DVD EDICIONES, BARCELONA, 2000)
ROSARIOS Y NAVAJAS
Hice un viaje a Lourdes, Francia, en julio del noventa y ocho,
fecha radiante, días de cerveza helada y de amantes pobres
en la carretera de París.
En Lourdes no hay casinos
sino decenas de hoteles para peregrinos que rezan y piden,
como yo, una vida longeva, salud a raudales y un error
de la Virgen que otorgue al pecador irreverente
la curación de su alma o de su cuerpo, o de ambos a la vez,
juntos en platónico matrimonio.
Lourdes es el gran comercio de los templos,
se venden rosarios y navajas, suvenires desdichados,
vírgenes azules, espejos bifrontes que simulan
la encarnación del Espíritu con un mal gusto clásico
y con un misticismo de tómbola española,
mantos, oraciones, plegarias, agua bendita y toda la colección
de cuchillos de la famosa marca "La main couronnée",
y un adhesivo horrible del "Tour de France".
La mano se corona con un rosario o con una navaja.
Vi muchos curas con sotana, curas jóvenes, atractivos,
y curas africanos, que ya son muy frecuentes: ese cura negro,
con gafas de pasta, ilusionado, con belfos duros
como la mirada martirológica de Cristo,
cura negro al servicio del delirio religioso del invasor blanco.
Los sacerdotes negros siempre han renovado mi fe en Roma.
"Tal vez haya hoy un milagro", comentaba alguien en español
del Sur de América, tierra milagrera y harapienta.
Y a las siete en punto comenzó el desfile de sillas de ruedas:
canadienses, ingleses, italianos, franceses, polacos, rusos,
todo un mundo rico, lisiado y meditabundo, buscando aquí
la última fuente de la ilusión y la esperanza.
La esperanza sin fundamento es el rigor de nuestra raza.
Cené en MacDonald´s, porque en Lourdes hay MacDonald´s,
una buena hamburguesa con patatas fritas, y un vaso
de cocacola con hielo, treinta y cinco
francos, comí al lado de monjas, postulantes, novicias y creyentes.
Yo, un hombre solo, una mano en la hamburguesa,
en la otra una patata larga y amarilla, fina y quemada,
un turista absurdo, un tipo que viaja
a los confines morales de este mundo blanco: la mano se corona
con un rosario o con una navaja, tal vez con las dos cosas juntas.
En la habitación de mi hotel, con vistas a ese río de aguas verdosas
con olor a incienso -en Lourdes todo es olor a incienso,
a la más despiadada enfermedad, a romanticismo conservador,
a siglo diecinueve, a las páginas de Chateaubriand,
a sacristía con tinieblas doradas,
a pecado y a éxtasis,
a faja de monja de la talla más grande,
a sostén de novicia de la tela más áspera,
a sotana sudada, a sandalia de fraile,
a tortilla y merluza hervida,
a camas que, al abrirlas, exhalan olor a muerto,
a todos los muertos, a todos los Santos-,
extiendo sobre la cama húmeda lo que he comprado en esas tiendas
que se parecen tanto a las de la Costa Dorada de España:
un rosario brillante y barato, y una navaja "La main couronnée",
la que corona la colección, la más vistosa,
la más larga, la más ancha, la más cara,
la que se ha llevado mis últimos doscientos francos.
Dicen que el engañado hace descender todo su infortunio
de un arquetipo repetido y gastado, de un solo rostro;
el rostro de uno mismo, añadiría yo, visto a lo largo del tiempo,
la pesadilla de estar vivo, la feliz pesadilla de la vida muy amada.
Ojalá cuanto me causó pena y sacrificio se convierta en Dios mismo.
Abro el balcón del hotel "Bernadette",
un balcón blanco, cuyos postigos predicen una canción de despedida,
y me acuerdo de todo lo que he sido y no sé adónde viajaré mañana,
cuando esta noche de agosto iguale mi oración y mi deseo,
porque yo también me extingo, demasiado sé que me extingo,
pero esta voluptuosidad malsana, media, cansada, monástica,
de robar el aire y la santidad de lo que arde y es vida,
y esta ciudad que postula y duerme de rodillas,
y esta esencia maquiavélica del Cristianismo y de los ídolos,
esta liturgia de navajas y rosarios que morirán conmigo,
y este whisky que bebo maniáticamente mientras el alba crece,
y estas punzadas en el corazón,
me dicen que todos mis pecados,
mis malas artes, mi pequeña avaricia y mi contumaz sacrilegio,
el ídolo que hubo en mí y se esfumó como un traidor confeso,
el dolor, mi dolor, mi pena antigua, cansada, distinta,
estos días, estos años, de pueblo en pueblo, solo, soñando,
viejo de sotana raída donde las flores del mundo
cuelgan miserablemente,
y a veces no tan miserable sino divina o dichosamente,
estos años viajando por Aragón, con la mirada de Iván el Terrible,
todo este tiempo se ha hecho, finalmente, bueno, puro y noble,
o majestuoso y cándido, muy bello, muy frío y muy Ulises
tentado por sirenas de culos grandes y bocas negras;
y con la conciencia de un hombre que ha bebido
demasiado para una velada solitaria, me tumbo sobre las sábanas,
desnudo como una reciencasada en su noche de bodas.
Y es el mes de julio, y aún es el verano más fuerte de mi vida.
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Nota de MV: Este poema ya tiene más de diez años. Los poemas también cumplen años. He querido escanear la portada de mi libro "El Cielo", pero el escáner se ha roto, dice "operación imposible".
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3 comentarios:
me regalaste este libro en la presentación de Nembrot, con una dedicatoria preciosa. Me ha acompañado en cada mudanza. Es un libro que me sigue gustando, y es no pasa con casi nada ni nadie, diez años después. Un abrazo y feliz de todo, Manuel. Patro.
El tiempo es la prueba más terrible, sí. Besos, Patricia y suerte en el 2010, que será tu año.
¡Bendito seas, Vilas!, sin ninguna connotación, por supuesto.
Que 2010 nos traiga una buena revolución asistida, que podamos seguir besando la luz mucho tiempo...
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