sábado, 21 de marzo de 2009

Martín Rodríguez Gaona escribe sobre "Resurrección"


Resurrección de Manuel Vilas es un libro de poemas que, tomando elementos de la narrativa de ficción, se propone como un canto en abierto desafío a los aspectos homogenizadores y deshumanizados de la sociedad contemporánea. El desarrollo de esta voz, articulada en los límites de la anomia, le permite al autor explorar una segunda naturaleza que logra redimirlo de las asfixiantes hipocresías y los convencionalismos burgueses. De esta forma, el personaje Manuel Vilas, mezcla de Lázaro y Lazarillo, construye una subjetividad monstruosa, luciferina, invitándonos a un viaje cuyas estaciones son espacios de crítica y rebelión opuestos a la masiva interiorización de la hegemonía cultural propia de la posmodernidad capitalista.
No es uno de los méritos menores de Resurrección el que sus textos esbocen con crudeza la otra cara de la sociedad del consumo en un mundo globalizado: “El niño está solo, no bebe, / no le llega para la Cocacola, sólo patatas”. La crítica mordaz, que toca con similar energía a individuos de muy variada procedencia, se establece por medio de dos recursos: la creación de retratos expresionistas (“Las manos de las cajeras”, “Michaud”, “No shoes”, etc.), que desnaturalizan la vida cotidiana, y la ficcionalización de lo inconfesable (como en el largo poema final “New York”). Esto implica una superación de las propuestas de lo que en España se llamó Poesía de la experiencia, y su elogio de los valores de la clase media, regresando a lecciones de Gil de Biedma (el empleo de la primera persona desde la perspectiva de la muerte del sujeto) y Charles Bukowski (el expresionismo autobiográfico).
En efecto, aunque formalmente Resurrección manifiesta la maduración de un monólogo dramático heredero de Cernuda, sus logros distintivos apuntan a elementos nuevos, a zonas de la realidad escasamente trabajadas, los que permiten el reconocimiento de una voz en plenitud de sus recursos. La exploración de los espacios laborales al mismo nivel del submundo urbano, su tránsito entre los pueblos, una ciudad de provincias y la gran metrópoli, su lirismo a la vez cínico y desgarrado, dan señas de un Apocalipsis ya no inminente, sino cotidiano: “No hay nada que entender porque la verdad es incomprensible, y eso me encanta, y me hace feliz”.
Estructurado en siete secciones (“Las manos extendidas”, “Vida española”, “Corazones legendarios”, “El inmaduro”, “Autopista”, “Resurrección” y “Nueva York”), el libro, desde un tratamiento a la vez narrativo y simbólico, se presenta como un estudio de la frustración a escala planetaria: MacDonalds, las dependientas, las gambas, los inmigrantes, la cultura musical juvenil, Zaragoza y Nueva York son emblemas de una derrota invisible sólo por la inercia de los supervivientes.
Este clima de agresividad se expresa particularmente en el contraste entre la obsesión sexual y la doble moral de la clase media que, por ejemplo, trasluce una extraña mezcla de atracción, rechazo y comprensión frente a lo extranjero. El cinismo y la violencia revelan, entonces, una crisis que es a la vez individual y colectiva: se crítica al sistema capitalista, que a pesar de beneficiarnos en un aspecto, también nos envilece. Es por esto que en el libro se expresa cierta nostalgia por los perdedores, sean estos celebridades de la Alta cultura (Joyce, Hemingway, Pound) y del Rock (“Doug Yule”), o seres anónimos, aplastados por el tiempo y las circunstancias (como en el notable “Víctor Vilas”, un recuerdo infantil en Venecia).
“Demonio y fortaleza” es el lema que el protagonista se hace tatuar en medio de la espiral decadente de su viaje a Nueva York: “Odio el trabajo, pero el trabajo de otros me hizo feliz”. Un desplazamiento aparentemente innecesario, distinto al de García Lorca en el Manhattan previo al desastre de Wall Street, pues sólo confirma el escenario que se ha ido describiendo a lo largo del libro. Sin embargo, resulta curiosa la afinidad de la cosmovisión de Manuel Vilas con la del cineasta neoyorquino Abel Ferrara en “El teniente corrupto”: la autodestruccción como una vía purgativa, totalmente dentro de la fe católica (en algún momento, el personaje traduce libérrimamente un letrero que señala Way Out –Salida como “Resurrección”).
Culpa cristiana, misticismo oscuro con ecos de Whitman y Rimbaud, conjuros para tiempos difíciles: todo Resurrección es el nihilista intento de configurar una identidad distinta que, sin sentimentalismos ni demagogias, sea operativa frente a la dureza de la sociedad postindustrial. Una sensibilidad que nos enseñe a asumir que si ignoramos al niño negro que sólo come patatas también tendremos que saber defendernos cuando éste reaparezca como un adulto cargado de violencia. Manuel Vilas juega, con necesaria gravedad, a abrazar una sensibilidad que no es enteramente la suya, como una forma de prevenirnos sobre el fascismo latente.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué bueno MV.