jueves, 31 de marzo de 2011

EL POETA PERE ROVIRA LE DEDICA UN SONETO-BOLERO-JOTA A SU AMIGO DEL ALMA MANUEL VILAS

AÑORO
(soneto- bolero-jota)


Añoro tu amistad, muchacho maño,
la añoro como al aire la veleta,
como a los perdigones la escopeta,
como a las buenas pajas el rebaño.

Añoro tu amistad, pues, y me blindo
contra la del abril melancolía,
haciendo lo que el cuerpo más ansía:
amar, comer, beber, y de lo lindo.

Añoro tu amistad, y ya me arrastro,
riendo como ríen los panteros
(se ríen dos o tres días enteros),
hacia los secastillas de Barbastro.

Te lo juro Manuel Vilas de España,
con mi amistad tozuda, también maña.

PERE ROVIRA

lunes, 21 de marzo de 2011

MI CORAZÓN AL DESNUDO

Electrocardiograma de MV, realizado el 3/marzo/11.
Una máquina perfecta.
El cardiólgo me dijo "tiene usted un Rolex de oro dentro".

domingo, 20 de marzo de 2011

EL POETA JOSEP M. RODRÍGUEZ RESEÑA "AMOR" EN "CUADERNOS HISPANOAMERICANOS"

«Triste Girona de mis siete años». Con este verso empieza uno de los poemas más representativos de Joan Margarit, en el que un niño, fascinado por el brillo del acero en el escaparate de una cuchillería, se compra a escondidas una navaja, en cuya fría hoja el lector irá descubriendo el reflejo de toda una vida. El texto se titula «Primer amor». Un título que en cierta medida parece avanzar el de su obra lírica hasta 1995: El primer frío. Más allá de la indudable calidad literaria del escritor de Sanaüja, si algo destacaba en El primer frío era la selección, la severísima poda que Margarit realiza de su etapa inicial. Equiparable a la de Luis Cernuda en las «Primeras poesías» de La realidad y el deseo o, si volvemos la vista al presente, a la de Manuel Vilas en Amor.

Amor recoge la trayectoria o, para ser más exactos, lo que Manuel Vilas considera su trayectoria poética desde que en 1988 publicara Osario de los tristes. Es decir, desde su segundo libro. Prescindiendo por completo de El sauce, editado seis años atrás. A la manera de Cernuda, Amor se abre con una sección titulada «Primeros poemas» donde se rescatan únicamente diecinueve textos que en su momento formaron parte de Osario de los tristes, El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) o Las arenas de Libia (1998). Según el propio Vilas, «son poemas de aprendizaje». Y quizá tenga razón. Pero sorprende su rigor y su falta de vanidad, de endiosamiento. Frente al papel en blanco, todo poeta es ese pequeño dios al que aludía Huidobro. El problema es que a menudo esa actitud se traslada también al momento de la corrección, de dar el texto por finalizado.

Para Valéry, corregir es un trabajo espiritual, de rectificación de uno mismo. Nada peor, entonces, que la autocondescendecia. «A mí me costó mucho aprender quién quería ser literariamente» –afirma Manuel Vilas en el prólogo al libro que nos ocupa–. «Y esa primera sección de Amor quiere ser un recordatorio de aquellos lejanos años de tanteos en que casi no me reconozco. Yo creo que fui un poeta de formación lenta. Me costó mucho madurar». Y cuando algo nos cuesta realmente, aprendemos a valorarlo. De ahí que el autor de Barbastro no dude en amputar la mayoría de poemas de su etapa inicial. El corte es limpio. Porque lo que a él le interesa no es la arqueología literaria, sino la literatura.

Una literatura, eso sí, al servicio de la vida. Y no hay negociación posible. De lo contrario, el único camino que queda es el descreimiento, la renuncia: «No quiero seguir escribiendo poesía. No creo en ella. / Es una dedicación de cobardes, de legisladores menesterosos. / La poesía dejó de servir a la vida para servir a la historia / de la poesía, una vieja tentación de hombres, / un ridículo aburrimiento, un vaso vacío a medianoche. / Me paso la vida comprando navajas».

Los versos anteriores pertenecen al poema «El bosque de las hayas», incluido en El cielo (2000). Un libro tan redondo como la fecha de su publicación. En él descubrimos ya una voz personal y fácilmente reconocible. Ratificada en sus dos siguientes apuestas líricas: Resurrección (2005) y Calor (2008). Tres títulos que ahora se recogen sin modificación alguna. Acompañados además por cinco textos inéditos, escritos a lo largo de 2009 y 2010. De entre estos últimos, su autor destaca especialmente uno en las palabras preliminares. Justo el que da título al volumen: una especie de fábula descarada y cínica que fluctúa entre la conciencia social y un hedonismo de lobo feroz. «Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos (…) tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien (…) Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero (…) En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona, / dio trescientos euros a una negra africana, / y ella quería comerle el sexo al buen Vilas, / pero Vilas dijo “No, nena, hoy soy un santo, / hoy soy San Vilas, / consérvate para tu marido, él te necesita, / y yo os bendigo: anda, nena, ve en paz”».

El humor es uno de los ejes vertebradores de la escritura de Manuel Vilas. Igual en poesía que en prosa –no hay que olvidar que también es autor del volumen de relatos Zeta y de las novelas Magia, España y Aire nuestro–. Aunque se trata de un humor muy singular, que nace como reivindicación de la existencia. Porque por encima de todo estamos ante un poeta hímnico. Amarga y rabiosamente celebratorio. «La vida al fin y al cabo era eso, / la vida era un secreto, una gran alegría, la vida misma era / más de lo que pensamos es la vida, mucho más, / pero había que darse cuenta, había que saberlo muy bien». Y es ese amor a la vida el que permite ver incluso la belleza de lo aparentemente insignificante, como nadar en la presa de un río, comer en un McDonald’s o como en las manos de la cajera que nos cobra en el supermercado.

Formalmente, predomina el poema de largo aliento, métrica libre y carácter discursivo, con reminiscencias del versículo bíblico y de Walt Whitman. Si bien el árbol genealógico de Manuel Vilas es demasiado frondoso para reducirlo a unos cuantos nombres, pues va y viene de Catulo a Bukowski, pasando por el omnipresente Cernuda o por Lou Reed: «escucho a Lou Reed que canta algo parecido / a lo que yo escribo». Poesía narrativa, sí, pero capaz de esconder descargas líricas de alto voltaje. Como, por ejemplo, “todas las ciudades son una sola cuando se está solo”.

No sé por qué, pero siempre que pienso en la poesía de Manuel Vilas me viene a la memoria el metro de Tokio. En las horas de máxima afluencia, unos trabajadores con guantes blancos te empujan y aprietan amablemente contra el resto de pasajeros para que quepa el mayor número de personas en un vagón. Y lo hacen con una sonrisa. La misma que le presupongo a Manuel Vilas cuando termina un poema y se da cuenta de la enorme fracción de vida que ha sido capaz de encerrar en él. Vida en estado puro. Intensidad y ritmo.
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Josep M. Rodríguez, "Cuadernos Hispanoamericanos", núm. 728, febrero, 2011.

viernes, 18 de marzo de 2011

sábado, 12 de marzo de 2011

COMA MUCHA FRUTA

El mejor consejo literario que conozco es el que le dio Roberto Bolaño al joven Patricio Pron “cuídese, no beba alcohol y coma mucha fruta”. Venía a decirle algo así como que en este negocio de la literatura hay que hacerse de ochenta años mínimo, si uno quiere recuperar la inversión. En este negocio el dinero y la fama llegan tarde, muy tarde. Prácticamente, se lo disfrutan los hijos y las viudas. Por eso, hay que cuidarse y comer mucha fruta y hollar los ochenta años con espíritu juvenil. He visto el rostro de perplejidad que se les pone a los escritores célebres cuando se enfrentan al Gran Apagón. “Pero cómo me voy a morir ahora, no, hombre, no, no, que se muera otro, que se muera un escritor fracasado, que da igual, pero si tengo la agenda llena de bolos de a seis mil euros, si me esperan en todas partes, que se muera un escritor anónimo, de esos a quienes no les espera nadie en ningún sitio, pero yo no, no, no, que se muera otro”. Borges, Alberti, Octavio Paz, Saramago, vivieron muchos años, sabían esto, sabían que todo viene después. Muchos años quieren vivir García Márquez, Ana María Matute o Vargas Llosa. Es horrible morirse cuando el mundo literario es una fiesta en tu honor. Hay que comer fruta, mucha fruta. Y qué decir del sádico poder igualatorio de la muerte: anónimos y grises escritores octogenarios de horribles provincias españolas igualados con premios nobeles de literatura: ataúdes parecidos a la vista –aunque de distinta gama- e idéntica corrupción de la carne. Horrible, sin duda.
Los escritores comunistas, antiguamente, tenían un buen morir, por la renuncia a las vanidades del mundo y la confianza en la utopía. Lo mismo ocurría con los escritores malditos y los románticos del XIX: morían con convicción, de manera airada. Siempre fueron pobres y aún lo serían más si no se morían pronto. Los que mejor morían eran los místicos, caminando hacia el final llenos de resplandeciente alegría. El capitalismo ha convertido la muerte de los escritores en algo ordinario, vulgar y ridículo. La muerte ya no tiene prestigio espiritual.
A todo el mundo le encanta que a Roberto Bolaño le vaya tan bien, fundamentalmente porque está muerto y no puede disfrutar de nada. Se habla poco de este sadismo hispánico, que tiene algo de resentimiento ascético. Si estuviera vivo, Bolaño no sería Bolaño. De hecho, cuando estaba vivo, Roberto Bolaño no era Roberto Bolaño.
Es el capitalismo literario, que nos pudre las entrañas. ¿Cuánto costó el ataúd de José Saramago? ¿Cuánto el ataúd de Roberto Bolaño? Claro que importa el precio de los ataúdes. Yo sufrí mucho cuando se murió Octavio Paz, porque se veía a un hombre que estaba gozando de la vida plenamente. La muerte de Camilo José Cela la vi como una humillación en toda regla ¡Un hombre como él, morirse! Los escritores se mueren igual que los panaderos y los taxistas y las putas y los ministros.
Es muy difícil entender el Gran Apagón en las sociedades poscapitalistas, que acaban de eliminar la posteridad como un lugar de prestigio. Hoy ya sabemos que la posteridad es el albañal donde ni se respira ni se bebe ni se come ni se viaja ni te hacen entrevistas ni se pueden leer las reseñas elogiosas que hacen de tus libros. Vemos con alegre tristeza cómo Bolaño no se ha enterado de nada de lo que ha pasado con su obra. En el capitalismo avanzado renunciar prematuramente a los bienes materiales y simbólicos que genera tu obra no se puede ver sino como un desdichadísimo accidente laboral. Pierde el artista por no ponerse el casco, es decir, por no comer fruta.
Cuando Roberto Bolaño le dio ese consejo al joven Pron le estaba ofreciendo la mayor verdad que cabe en este negocio. La muerte del escritor en el capitalismo es indigna, no te deja acabar una página brillante, no te deja gastarte el mucho dinero que te deben. Por eso, confieso aquí, públicamente, que el escritor que se hizo centenario, Francisco Ayala, ha sido, es y será mi único maestro.


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Publicado en la revista "Quimera", marzo, 2o11, en mi sección "Gran Turismo".