Entre noviembre y diciembre de 2008 fui a Chile, invitado por el Festival ChilePoesía que José María Memet y Víctor Sáez organizan en Santiago con mucho esfuerzo -a pulmón, dicen ellos- y que concita anualmente a varios poetas del Continente y, a veces, de España. Los uruguayos presentes éramos Clemente Padín y yo. De hecho nos presentamos en una Universidad, leímos de pie en un gran patio al aire libre, junto al cubano Alex Pausides, el peruano Renato Sandoval, el brasileño Floriano Martins, el neo-zelandés Ron Ridell y el argentino Rodolfo Alonso. Fue una presentación con poetas y estéticas variados. Leí poesía inédita sobre la calle Rondeau y la Estación Central de Montevideo. Me parecía que leer poesía de Montevideo era crear un puente con ese auditorio de jóvenes de Santiago. Padín juntó la poesía “discursiva” a la performance, y me consta que dejó al público encantado.
Por mi lado, recorrí Santiago con mucho cariño, el de los paseos que todos los turistas haremos siempre –el homenaje silencioso a Allende en la Moneda, la subida al cerro Santa Lucía (pero no al San Cristóbal), la Plaza de Armas y la Catedral, la Alameda, el viejo Mercado sobre el río Mapocho, tanta cosa que debe verse en esa ciudad privilegiada. Porque muchos son los encantos de la capital y no es el menor el tratarse de una ciudad cuidada y limpia, es decir, querida. Le comenté a un profesor de Castellano de la Universidad adonde leímos con Padín que, viniendo yo de San Pablo y de Montevideo, estaba encantado por no ver aceras rotas y, lo que me resultaba el colmo, que estuvieran limpias. Me recordó que mi encanto se desvanecería cuando saliera de las regiones centrales y fuera a alguna “población”, como llaman los chilenos a los asentamientos.
Ciertamente, en el mismo centro aparecen aquí y allí las señales de la devastación neoliberal, niños abandonados jugando, drogados, en los jardines que cercan Bellas Artes, adultos miserables que renunciaron a ocupar un lugar en la Ciudad del progreso, o que fueron directamente excluidos, personajes de una tragedia que resultaría bastante inimaginable en el Chile anterior a la dictadura y a ciertos experimentos económicos indiferentes a la justicia social.
A los poetas nos llevaron a una lectura en un centro cultural de San Bernardo, un municipio periférico al sur de Santiago, donde hay barrios más modestos, pero no se trata de ninguna manera de una “población”. Soy hijo de obreros, conozco a la pobreza “por dentro” y sé que es siempre injusta, pero no obligatoriamente desalentadora. En los últimos tiempos he hecho algunas visitas a barrios pobres de la ciudad de México, las veces que mis amigos me han llevado a Nezahualcóyotl, y ciertas colonias que vienen “después”, adonde habría delincuencia, tanto que ni siquiera la policía entra. La primera vez había ido asustado, pero se trató de un susto inútil. No encontré miseria ni la tal delincuencia, más bien reconocí la pobreza, y no la indigencia. Vi algo parecido a la misma humildad en la que viví toda mi infancia en el barrio del Reducto, vi personas sobreviviendo con esfuerzo, pero buscando la dignidad, mezcladas, en el caso mexicano, con fe popular, esos cultos a la Santa Muerte, mariachis muy humildes y muy alegres, vecinos que nos abrían las puertas de sus casas. La pobreza no existe “en general”. La pobreza “en general” es la del espíritu.
Pero volviendo a ese Chile entrañable donde pasé los días del Festival, tampoco faltó el viajecito a Valparaíso, claro. Fuimos cinco poetas. Me acompañaron el colombiano Winston Morales, el chileno Víctor Sáez, el peruano Renato Sandoval y el español Manuel Vilas. En mi experiencia, Valparaíso parece ajena a las categorías belleza – fealdad (sería claramente menos hermosa que Santos, en San Pablo). Sin embargo, sentados en cierta plataforma frente al mar, con vino y frutos del mar, se produjo entre nosotros una comunicación profunda, esa infrecuente comunión de almas que va más allá de las palabras. Si hubiera que definir lo que sentimos, habría que recurrir a la idea de “douceur de vivre” que hacía soñar a Talleyrand. Esa dulzura, esa suavidad de la vida se siente pocas veces, y el sentimiento se nos impone por poco tiempo, hay que admitirlo: es casi un milagro. Éramos cinco hombres con la misma pasión central, la poesía, y de poesía hablamos y también callamos.
No hablamos sobre experiencias estéticas, sino sobre lo que el ejercicio de la poesía significaba para cada uno. Hablamos de algo en que nos iba la vida. Alguien dijo: “la poesía me trajo amigos y enemigos”. Pero en ese momento no había lugar para los segundos. Olvidalos, dije, ¿hablarán mal de ti?, ¿te arrancarán de las famosas antologías? Todo eso es mezquino, irrisorio, demasiado pequeño frente a lo que la poesía te dio. Guarda e passa. Manuel, el poeta español, veía el Pacífico por primera vez. Alguien dijo que en definitiva ya lo conocía. Que escribir poesía es bajar al fondo de mares como éste. Y los lobos de mar aparecerían en nuestra vuelta en lancha por la bahía. Como la poesía.
De vuelta a la capital, paseé una tarde con Sáez por el centro. Frente a la iglesia de la Merced, tan grande, con esa fachada de contrastes muy españoles entre el rojo y el amarillo, se puso a contarme la historia del carillón, el que menciona el tango de Discépolo y Lepera, el de 1931. El carillón está situado en la torre izquierda, y alrededor de la iglesia, por la calles Merced y Mac Iver, todo se llama “Carillón”, un edificio, un estacionamiento, un quiosco. Se ve que es un orgullo local. Sáez cantaba: “Yo no sé por qué extraña razón te encontré/ carillón de Santiago que está en la Merced” cuando el tal carillón se puso a tocar, y la melodía era, estilizada, justamente la del tango... ¡Es mágico!, gritaba Sáez, ¡lo que nos ocurre es mágico! Iba a decirle que era una coincidencia muy feliz cuando reparé en la imagen, enorme, de San Expedito, que me miraba desde la cancel de la iglesia. Me tragué lo de la coincidencia. Creo que tenés razón, respondí, es mágico, ¿y qué me decías de que Chile es tierra de poetas?