«Triste Girona de mis siete años». Con este verso empieza uno de los poemas más representativos de Joan Margarit, en el que un niño, fascinado por el brillo del acero en el escaparate de una cuchillería, se compra a escondidas una navaja, en cuya fría hoja el lector irá descubriendo el reflejo de toda una vida. El texto se titula «Primer amor». Un título que en cierta medida parece avanzar el de su obra lírica hasta 1995: El primer frío. Más allá de la indudable calidad literaria del escritor de Sanaüja, si algo destacaba en El primer frío era la selección, la severísima poda que Margarit realiza de su etapa inicial. Equiparable a la de Luis Cernuda en las «Primeras poesías» de La realidad y el deseo o, si volvemos la vista al presente, a la de Manuel Vilas en Amor.
Amor recoge la trayectoria o, para ser más exactos, lo que Manuel Vilas considera su trayectoria poética desde que en 1988 publicara Osario de los tristes. Es decir, desde su segundo libro. Prescindiendo por completo de El sauce, editado seis años atrás. A la manera de Cernuda, Amor se abre con una sección titulada «Primeros poemas» donde se rescatan únicamente diecinueve textos que en su momento formaron parte de Osario de los tristes, El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) o Las arenas de Libia (1998). Según el propio Vilas, «son poemas de aprendizaje». Y quizá tenga razón. Pero sorprende su rigor y su falta de vanidad, de endiosamiento. Frente al papel en blanco, todo poeta es ese pequeño dios al que aludía Huidobro. El problema es que a menudo esa actitud se traslada también al momento de la corrección, de dar el texto por finalizado.
Para Valéry, corregir es un trabajo espiritual, de rectificación de uno mismo. Nada peor, entonces, que la autocondescendecia. «A mí me costó mucho aprender quién quería ser literariamente» –afirma Manuel Vilas en el prólogo al libro que nos ocupa–. «Y esa primera sección de Amor quiere ser un recordatorio de aquellos lejanos años de tanteos en que casi no me reconozco. Yo creo que fui un poeta de formación lenta. Me costó mucho madurar». Y cuando algo nos cuesta realmente, aprendemos a valorarlo. De ahí que el autor de Barbastro no dude en amputar la mayoría de poemas de su etapa inicial. El corte es limpio. Porque lo que a él le interesa no es la arqueología literaria, sino la literatura.
Una literatura, eso sí, al servicio de la vida. Y no hay negociación posible. De lo contrario, el único camino que queda es el descreimiento, la renuncia: «No quiero seguir escribiendo poesía. No creo en ella. / Es una dedicación de cobardes, de legisladores menesterosos. / La poesía dejó de servir a la vida para servir a la historia / de la poesía, una vieja tentación de hombres, / un ridículo aburrimiento, un vaso vacío a medianoche. / Me paso la vida comprando navajas».
Los versos anteriores pertenecen al poema «El bosque de las hayas», incluido en El cielo (2000). Un libro tan redondo como la fecha de su publicación. En él descubrimos ya una voz personal y fácilmente reconocible. Ratificada en sus dos siguientes apuestas líricas: Resurrección (2005) y Calor (2008). Tres títulos que ahora se recogen sin modificación alguna. Acompañados además por cinco textos inéditos, escritos a lo largo de 2009 y 2010. De entre estos últimos, su autor destaca especialmente uno en las palabras preliminares. Justo el que da título al volumen: una especie de fábula descarada y cínica que fluctúa entre la conciencia social y un hedonismo de lobo feroz. «Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos (…) tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien (…) Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero (…) En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona, / dio trescientos euros a una negra africana, / y ella quería comerle el sexo al buen Vilas, / pero Vilas dijo “No, nena, hoy soy un santo, / hoy soy San Vilas, / consérvate para tu marido, él te necesita, / y yo os bendigo: anda, nena, ve en paz”».
El humor es uno de los ejes vertebradores de la escritura de Manuel Vilas. Igual en poesía que en prosa –no hay que olvidar que también es autor del volumen de relatos Zeta y de las novelas Magia, España y Aire nuestro–. Aunque se trata de un humor muy singular, que nace como reivindicación de la existencia. Porque por encima de todo estamos ante un poeta hímnico. Amarga y rabiosamente celebratorio. «La vida al fin y al cabo era eso, / la vida era un secreto, una gran alegría, la vida misma era / más de lo que pensamos es la vida, mucho más, / pero había que darse cuenta, había que saberlo muy bien». Y es ese amor a la vida el que permite ver incluso la belleza de lo aparentemente insignificante, como nadar en la presa de un río, comer en un McDonald’s o como en las manos de la cajera que nos cobra en el supermercado.
Formalmente, predomina el poema de largo aliento, métrica libre y carácter discursivo, con reminiscencias del versículo bíblico y de Walt Whitman. Si bien el árbol genealógico de Manuel Vilas es demasiado frondoso para reducirlo a unos cuantos nombres, pues va y viene de Catulo a Bukowski, pasando por el omnipresente Cernuda o por Lou Reed: «escucho a Lou Reed que canta algo parecido / a lo que yo escribo». Poesía narrativa, sí, pero capaz de esconder descargas líricas de alto voltaje. Como, por ejemplo, “todas las ciudades son una sola cuando se está solo”.
No sé por qué, pero siempre que pienso en la poesía de Manuel Vilas me viene a la memoria el metro de Tokio. En las horas de máxima afluencia, unos trabajadores con guantes blancos te empujan y aprietan amablemente contra el resto de pasajeros para que quepa el mayor número de personas en un vagón. Y lo hacen con una sonrisa. La misma que le presupongo a Manuel Vilas cuando termina un poema y se da cuenta de la enorme fracción de vida que ha sido capaz de encerrar en él. Vida en estado puro. Intensidad y ritmo.
Amor recoge la trayectoria o, para ser más exactos, lo que Manuel Vilas considera su trayectoria poética desde que en 1988 publicara Osario de los tristes. Es decir, desde su segundo libro. Prescindiendo por completo de El sauce, editado seis años atrás. A la manera de Cernuda, Amor se abre con una sección titulada «Primeros poemas» donde se rescatan únicamente diecinueve textos que en su momento formaron parte de Osario de los tristes, El rumor de las llamas (1990), El mal gobierno (1993) o Las arenas de Libia (1998). Según el propio Vilas, «son poemas de aprendizaje». Y quizá tenga razón. Pero sorprende su rigor y su falta de vanidad, de endiosamiento. Frente al papel en blanco, todo poeta es ese pequeño dios al que aludía Huidobro. El problema es que a menudo esa actitud se traslada también al momento de la corrección, de dar el texto por finalizado.
Para Valéry, corregir es un trabajo espiritual, de rectificación de uno mismo. Nada peor, entonces, que la autocondescendecia. «A mí me costó mucho aprender quién quería ser literariamente» –afirma Manuel Vilas en el prólogo al libro que nos ocupa–. «Y esa primera sección de Amor quiere ser un recordatorio de aquellos lejanos años de tanteos en que casi no me reconozco. Yo creo que fui un poeta de formación lenta. Me costó mucho madurar». Y cuando algo nos cuesta realmente, aprendemos a valorarlo. De ahí que el autor de Barbastro no dude en amputar la mayoría de poemas de su etapa inicial. El corte es limpio. Porque lo que a él le interesa no es la arqueología literaria, sino la literatura.
Una literatura, eso sí, al servicio de la vida. Y no hay negociación posible. De lo contrario, el único camino que queda es el descreimiento, la renuncia: «No quiero seguir escribiendo poesía. No creo en ella. / Es una dedicación de cobardes, de legisladores menesterosos. / La poesía dejó de servir a la vida para servir a la historia / de la poesía, una vieja tentación de hombres, / un ridículo aburrimiento, un vaso vacío a medianoche. / Me paso la vida comprando navajas».
Los versos anteriores pertenecen al poema «El bosque de las hayas», incluido en El cielo (2000). Un libro tan redondo como la fecha de su publicación. En él descubrimos ya una voz personal y fácilmente reconocible. Ratificada en sus dos siguientes apuestas líricas: Resurrección (2005) y Calor (2008). Tres títulos que ahora se recogen sin modificación alguna. Acompañados además por cinco textos inéditos, escritos a lo largo de 2009 y 2010. De entre estos últimos, su autor destaca especialmente uno en las palabras preliminares. Justo el que da título al volumen: una especie de fábula descarada y cínica que fluctúa entre la conciencia social y un hedonismo de lobo feroz. «Una mañana Manuel Vilas sacó todo su dinero de los bancos (…) tenía unas ganas infinitas de pasarlo bien (…) Recorrió la ciudad de Zaragoza repartiendo dinero (…) En el barrio de Delicias, en la calle Barcelona, / dio trescientos euros a una negra africana, / y ella quería comerle el sexo al buen Vilas, / pero Vilas dijo “No, nena, hoy soy un santo, / hoy soy San Vilas, / consérvate para tu marido, él te necesita, / y yo os bendigo: anda, nena, ve en paz”».
El humor es uno de los ejes vertebradores de la escritura de Manuel Vilas. Igual en poesía que en prosa –no hay que olvidar que también es autor del volumen de relatos Zeta y de las novelas Magia, España y Aire nuestro–. Aunque se trata de un humor muy singular, que nace como reivindicación de la existencia. Porque por encima de todo estamos ante un poeta hímnico. Amarga y rabiosamente celebratorio. «La vida al fin y al cabo era eso, / la vida era un secreto, una gran alegría, la vida misma era / más de lo que pensamos es la vida, mucho más, / pero había que darse cuenta, había que saberlo muy bien». Y es ese amor a la vida el que permite ver incluso la belleza de lo aparentemente insignificante, como nadar en la presa de un río, comer en un McDonald’s o como en las manos de la cajera que nos cobra en el supermercado.
Formalmente, predomina el poema de largo aliento, métrica libre y carácter discursivo, con reminiscencias del versículo bíblico y de Walt Whitman. Si bien el árbol genealógico de Manuel Vilas es demasiado frondoso para reducirlo a unos cuantos nombres, pues va y viene de Catulo a Bukowski, pasando por el omnipresente Cernuda o por Lou Reed: «escucho a Lou Reed que canta algo parecido / a lo que yo escribo». Poesía narrativa, sí, pero capaz de esconder descargas líricas de alto voltaje. Como, por ejemplo, “todas las ciudades son una sola cuando se está solo”.
No sé por qué, pero siempre que pienso en la poesía de Manuel Vilas me viene a la memoria el metro de Tokio. En las horas de máxima afluencia, unos trabajadores con guantes blancos te empujan y aprietan amablemente contra el resto de pasajeros para que quepa el mayor número de personas en un vagón. Y lo hacen con una sonrisa. La misma que le presupongo a Manuel Vilas cuando termina un poema y se da cuenta de la enorme fracción de vida que ha sido capaz de encerrar en él. Vida en estado puro. Intensidad y ritmo.
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Josep M. Rodríguez, "Cuadernos Hispanoamericanos", núm. 728, febrero, 2011.
2 comentarios:
Muy buena reseña, Manuel. Un libro extraordinario el tuyo. Mis felicitaciones.
Saludos desde Canarias.
Antonio Arroyo.
Ayer escuché en la radio un poema de este libro y me encantó. Hoy me he encomendado al todopoderoso Google para encontrar este blog.
Felicidades
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