El mejor consejo literario que conozco es el que le dio Roberto Bolaño al joven Patricio Pron “cuídese, no beba alcohol y coma mucha fruta”. Venía a decirle algo así como que en este negocio de la literatura hay que hacerse de ochenta años mínimo, si uno quiere recuperar la inversión. En este negocio el dinero y la fama llegan tarde, muy tarde. Prácticamente, se lo disfrutan los hijos y las viudas. Por eso, hay que cuidarse y comer mucha fruta y hollar los ochenta años con espíritu juvenil. He visto el rostro de perplejidad que se les pone a los escritores célebres cuando se enfrentan al Gran Apagón. “Pero cómo me voy a morir ahora, no, hombre, no, no, que se muera otro, que se muera un escritor fracasado, que da igual, pero si tengo la agenda llena de bolos de a seis mil euros, si me esperan en todas partes, que se muera un escritor anónimo, de esos a quienes no les espera nadie en ningún sitio, pero yo no, no, no, que se muera otro”. Borges, Alberti, Octavio Paz, Saramago, vivieron muchos años, sabían esto, sabían que todo viene después. Muchos años quieren vivir García Márquez, Ana María Matute o Vargas Llosa. Es horrible morirse cuando el mundo literario es una fiesta en tu honor. Hay que comer fruta, mucha fruta. Y qué decir del sádico poder igualatorio de la muerte: anónimos y grises escritores octogenarios de horribles provincias españolas igualados con premios nobeles de literatura: ataúdes parecidos a la vista –aunque de distinta gama- e idéntica corrupción de la carne. Horrible, sin duda.
Los escritores comunistas, antiguamente, tenían un buen morir, por la renuncia a las vanidades del mundo y la confianza en la utopía. Lo mismo ocurría con los escritores malditos y los románticos del XIX: morían con convicción, de manera airada. Siempre fueron pobres y aún lo serían más si no se morían pronto. Los que mejor morían eran los místicos, caminando hacia el final llenos de resplandeciente alegría. El capitalismo ha convertido la muerte de los escritores en algo ordinario, vulgar y ridículo. La muerte ya no tiene prestigio espiritual.
A todo el mundo le encanta que a Roberto Bolaño le vaya tan bien, fundamentalmente porque está muerto y no puede disfrutar de nada. Se habla poco de este sadismo hispánico, que tiene algo de resentimiento ascético. Si estuviera vivo, Bolaño no sería Bolaño. De hecho, cuando estaba vivo, Roberto Bolaño no era Roberto Bolaño.
Es el capitalismo literario, que nos pudre las entrañas. ¿Cuánto costó el ataúd de José Saramago? ¿Cuánto el ataúd de Roberto Bolaño? Claro que importa el precio de los ataúdes. Yo sufrí mucho cuando se murió Octavio Paz, porque se veía a un hombre que estaba gozando de la vida plenamente. La muerte de Camilo José Cela la vi como una humillación en toda regla ¡Un hombre como él, morirse! Los escritores se mueren igual que los panaderos y los taxistas y las putas y los ministros.
Es muy difícil entender el Gran Apagón en las sociedades poscapitalistas, que acaban de eliminar la posteridad como un lugar de prestigio. Hoy ya sabemos que la posteridad es el albañal donde ni se respira ni se bebe ni se come ni se viaja ni te hacen entrevistas ni se pueden leer las reseñas elogiosas que hacen de tus libros. Vemos con alegre tristeza cómo Bolaño no se ha enterado de nada de lo que ha pasado con su obra. En el capitalismo avanzado renunciar prematuramente a los bienes materiales y simbólicos que genera tu obra no se puede ver sino como un desdichadísimo accidente laboral. Pierde el artista por no ponerse el casco, es decir, por no comer fruta.
Cuando Roberto Bolaño le dio ese consejo al joven Pron le estaba ofreciendo la mayor verdad que cabe en este negocio. La muerte del escritor en el capitalismo es indigna, no te deja acabar una página brillante, no te deja gastarte el mucho dinero que te deben. Por eso, confieso aquí, públicamente, que el escritor que se hizo centenario, Francisco Ayala, ha sido, es y será mi único maestro.
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Los escritores comunistas, antiguamente, tenían un buen morir, por la renuncia a las vanidades del mundo y la confianza en la utopía. Lo mismo ocurría con los escritores malditos y los románticos del XIX: morían con convicción, de manera airada. Siempre fueron pobres y aún lo serían más si no se morían pronto. Los que mejor morían eran los místicos, caminando hacia el final llenos de resplandeciente alegría. El capitalismo ha convertido la muerte de los escritores en algo ordinario, vulgar y ridículo. La muerte ya no tiene prestigio espiritual.
A todo el mundo le encanta que a Roberto Bolaño le vaya tan bien, fundamentalmente porque está muerto y no puede disfrutar de nada. Se habla poco de este sadismo hispánico, que tiene algo de resentimiento ascético. Si estuviera vivo, Bolaño no sería Bolaño. De hecho, cuando estaba vivo, Roberto Bolaño no era Roberto Bolaño.
Es el capitalismo literario, que nos pudre las entrañas. ¿Cuánto costó el ataúd de José Saramago? ¿Cuánto el ataúd de Roberto Bolaño? Claro que importa el precio de los ataúdes. Yo sufrí mucho cuando se murió Octavio Paz, porque se veía a un hombre que estaba gozando de la vida plenamente. La muerte de Camilo José Cela la vi como una humillación en toda regla ¡Un hombre como él, morirse! Los escritores se mueren igual que los panaderos y los taxistas y las putas y los ministros.
Es muy difícil entender el Gran Apagón en las sociedades poscapitalistas, que acaban de eliminar la posteridad como un lugar de prestigio. Hoy ya sabemos que la posteridad es el albañal donde ni se respira ni se bebe ni se come ni se viaja ni te hacen entrevistas ni se pueden leer las reseñas elogiosas que hacen de tus libros. Vemos con alegre tristeza cómo Bolaño no se ha enterado de nada de lo que ha pasado con su obra. En el capitalismo avanzado renunciar prematuramente a los bienes materiales y simbólicos que genera tu obra no se puede ver sino como un desdichadísimo accidente laboral. Pierde el artista por no ponerse el casco, es decir, por no comer fruta.
Cuando Roberto Bolaño le dio ese consejo al joven Pron le estaba ofreciendo la mayor verdad que cabe en este negocio. La muerte del escritor en el capitalismo es indigna, no te deja acabar una página brillante, no te deja gastarte el mucho dinero que te deben. Por eso, confieso aquí, públicamente, que el escritor que se hizo centenario, Francisco Ayala, ha sido, es y será mi único maestro.
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Publicado en la revista "Quimera", marzo, 2o11, en mi sección "Gran Turismo".
7 comentarios:
Puede ser también que la muerte de un autor libera a su obra de una tutela que puede llegar a ser opresora. En todo caso, he disfrutado mucho con el artículo.
Me ha encantado.
La envidia nos corroe en vida, en cambio, cuando llega la muerte, los que quedan se sienten vencedores.
"2666" de Bolaño un bestseller tras su muerte.
Un saludo;
Víctor Castillón - Librería Castillón (Barbastro)
Saludos, Manuel. Necesito ponerme en contacto contigo. Escríbeme a marcotrigiano@gmail.com para saber a qué dirección escribirte. Un abrazo.
Saludos, Manuel. Necesito ponerme en contacto contigo. Escríbeme a marcotrigiano@gmail.com Un abrazo.
Yo también sigo los consejos de Bolaño para llegar a viejísimo, ya que mi carrera va muy muy lenta, si bien de un tiempo a esta parte, he observado que los alimentos que elijo para cada ingesta repercuten después, claramente, en los temas que brotan automaticamente al ponerme a escribir. ¡Un abrazo!
Impresionante. De diez.
jajajajajaja, me descojono Manuel, qué bueno!!!!!!
Román P
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