“A PIZZA HUT”
Nunca hubiera podido imaginar que la música de Bob Dylan (yo fui y soy y seré dylaniano) acabaría convertida en música de ambiente, en hilo musical de sala de espera de dentista de pueblo, ni nunca imaginé que me iría de un concierto de Dylan antes de que éste acabase. El abuelo americano daba pena. Su americana de almirante del IV Reich de Ninguna Parte era si acaso lo único interesante del concierto de ayer en Zaragoza. Los botones dorados de la americana fueron la única luz de la noche. Su sombrero blanco era insuperablemente hortera. El tipo sólo estaba preocupado de que el leve cierzo de anoche no le volara el sombrero. Hacía ver que tocaba un piano de juguete, un piano de esos que van con pilas y que venden en los chinos. Se puso muy lejos de la gente. Escondido y acorazado con el sombrero y el piano. Ese concierto no valía ni un euro. Yo porque tenía pase de prensa y no pagué más que las cinco mil cervezas que me bebí para aguantar la catástrofe infinita, porque si no, exijo la devolución de la entrada. Veo a ese tipo cantando “A Pizza Hut”, es decir “A Hard Rain´s A-Gonna Fall”, en la Puerta del Pilar y no le doy ni diez céntimos. Hasta el cadavérico Lou Reed está más vivo que Dylan. Lo del concierto de Dylan en Zaragoza fue una exhibición de geriatría basura, de geriatría Marina D´Or, de geriatría Matrix, de geriatría tipo Pabellón de Egipto. Hace dos años los Who dieron un concierto memorable y salvaje en Zaragoza. Viendo al supermuerto Dylan, me acordé de los Who, casi como quien usa un recuerdo hermoso para combatir un presente miserable. El abuelo americano no tiene amigos íntimos que le digan “déjalo ya, quédate en casa viendo la televisión o haciendo barbacoas”, aunque yo le diría más bien “coge la pistola y acaba ya, tío”. Ni siquiera el recuerdo de lo que fue Dylan repara una décima parte del escatológico espectáculo de ayer: la transformación de la energía del rock, de la energía más hermosa y poderosa de la tierra, en una atrocidad moral de viejos sonados buscando el dinero fácil. Pero uno se pregunta que para qué quiere más dinero Dylan. No creo que sea para buscarse una novia joven, pues las momias no tienen erecciones.
CALOR
Hoy he pasado un calor inmoral en la Expo. He deseado que el Ebro se convirtiera en una vulgar piscina municipal. Los niños se metían en las fuentes y los guardias les mandaban salir. Los niños tenían calor. Sigo encontrándome a un montón de gente en la Expo. Me encuentro con Alfonso Desentre, que va de negro y sonríe. Me encuentro con Luis Alegre y con Asunción Balagué. Le recuerdo a Asunción Balagué que nos vimos hace poco en Jaca, en el congreso de mujeres que organiza la infatigable Concha Jiménez. Está el hijo de Buñuel. Está también Antonio Gala, con traje y corbata. Parece salido del Pabellón de Egipto. Me bebo unas cervezas con Amadeo Cobas y su mujer María Frisa. Me encuentro a una legión de poetas: Dolan Mor, con su gorra cubana, Miguel Angel Ortiz Albero, que también lleva gorra, Miguel Serrano y su melena, Angel Gracia y sus zapatillas de diseño, y Martínez Forega con sus Ray-Ban. La Expo se acaba de encontrar con su gran enemigo: el calor, el viejo calor español. Había que haber refrigerado la Expo entera. El calor es un signo inevitable de africanismo. Hoy la Expo era África en estado puro. Era aire nauseabundo, axila dorada, sudor metafísico. Es decir, hoy la Expo era, desde un punto de vista tecnológico-político, un “harás turismo con el sudor de tu frente”. Y eso es imperdonable, porque yo quiero que la Expo sea el Norte, sea Noruega, Suecia, y Edimburgo, pero no El Congo. Alguno se pensará que hablo en broma, pero jamás he escrito más en serio. En esto del calor, soy de una profundidad kantiana. Ahora empezarán los infartos y los abuelos muertos. Os lo advierto: el calor anula la inteligencia y el juicio. Yo hubiera hablado con los ingenieros de Carrier y hubiera diseñado cañones de aire frío para refrigerar al pueblo llano desde las azoteas de los edificios de la Expo. Un gran cañón de aire acondicionado desde la Torre del Agua. El sudor y las colas son tiranía política. Leo en la revista “Technological News” que en Manhattan ya funcionan torres de refrigeración global. O trajes de turista refrigerados, que ya se venden en NYC. Belloch lleva puesto uno, pero es un secreto de Estado. ¿Pero de qué Estado? No lo sabemos.
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Columnas de MV publicadas en "Heraldo de Aragón".