Visita al Somontano
Un servidor debe muchas cosas útiles a la práctica de la –supuestamente- inútil disciplina de la literatura. En primer lugar, las emociones de la literatura misma: el placer íntimo que proporciona la lectura de los textos, esa compañía en lo profundo con que los solitarios nos sentimos menos solitarios de cuanto somos, ese vínculo secreto que se crea, por encima del tiempo y los idiomas, entre individuos que se hablan al oído. Pero también estoy en deuda permanente con mi vocación de infancia por otras muchas razones.
Algunos de mis mejores amigos me los ha proporcionado la literatura, con el orgullo añadido que significa poder querer a quien uno aprecia artísticamente, y poder apreciar a quien uno quiere.
Casi siempre para bien (con gusto y aprovechamiento por lo que a mí respecta, quiero decir), el oficio de escritor me ha convertido en una suerte de titiritero ambulante que lleva su espectáculo por ciudades y pueblos. Un poeta de la legua mecanizado, un juglar con conexión wifi, que va a echarse el cante, para ganarse la vida, allí donde lo llaman. Buena parte del mundo que uno ha visto no ha sido por apetito aventurero, sino por ir por esos mundos de Dios, como un viajante con su muestrario a cuestas, haciendo vida de escritor profesional, que no es una vida demasiado concreta ni demasiado respetable.
El otro día marché en peregrinación a Barbastro, como quien acude a ganarse el jubileo. Lo digo porque es el pueblo de mi amigo Manuel Vilas, el gran novelista y poeta, y el propagador más infatigable de los vinos de su tierra: El Somontano. Manolo, que es un hombre morigerado y tranquilo, sólo da muestras de fundamentalismo integrista en asuntos vinícolas: en su presencia, no se pueden mentar otras denominaciones de origen, y no digamos intentar catarlas, a no ser que uno quiera arriesgarse a defender su criterio sobre los caldos del mundo, a puñetazos. Como los valencianos somos gente pacífica y tolerante (aunque un hombre con mi preparación física puede matar), no discuto nunca con mi brother Vilas a la hora de la comida y la cena, llegado ese momento crítico de elegir el vino, en el cual se demuestra el temple verdadero de los hombres de bien.
Bajo el sol inclemente de un día caluroso en el Somontano, comprendí por insuflación paisajística, por efecto de los soplos estéticos que se concentran en el valle, la belleza de aquel rincón afortunado. La mañana resplandecía entre las lomas suaves, salpicadas de encinas y de viñedos, que dan a lo real, con sus cepas viejas, con su manicura impecable de buena poda, un orden cartesiano. No sé qué tienen las viñas, pero el caso es que transmiten rigor, seguridad ontológica. Cuando veo un viñedo cuidado, comprendo que hay secretas corrientes de eficiencia universal, que hermanan por una vía recóndita, pero palpable, las obras de la alta cultura: las pirámides de Egipto y el jamón de Jabugo, la poesía inglesa y el arroz de marisco, la filosofía alemana y los grandes vinos de los lugares en donde se hacen grandes vinos.
Por la noche, después de probar con generosidad algunas botellas del Somontano, comprendí muchos asuntos. Además, se nos aparecieron al alimón los espíritus de los hermanos Argensola, los grandes poetas del Siglo de Oro, Bartolomé Leonardo y Lupercio Leonardo (Bart y Luper para los amigos) y me reprendieron espectralmente por discutir de vino con su primo Vilas. Juré no volver a hacerlo.
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Carlos Marzal, ABC de Valencia, 29-mayo-2010.
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